Subo un relato que escribí hace un par de años. No soy un asiduo relatista, de modo que no llego a sentirme muy seguro con las cosas que escribo. Creo, sin embargo, que por su forma condensada, este breve cuento puede servir para ser mostrado en El Almagesto. Acepto toda clase de opinión, crítica o positiva.
Era una tarde tórrida de verano. El estanque no refrescaba, sino que la humedad que emanaba se pegaba en la piel, haciendo más insoportable el calor. Miles de mosquitos lo sobrevolaban. Alimento fácil para los ocasionales pájaros que se acercaban.
Sólo se escuchaba el ruido de los insectos campestres entre la seca maleza. El pueblo era un difunto silencioso, envuelto en su blanco sudario de cal. La carretera, lejana, cruzaba el amarillo del campo sin atreverse a molestarlo con el ruido de los coches.
Enrique tardó algún rato en recoger el pájaro con la red. Flotaba boca arriba, como un niño jugando a hacerse el muerto en la piscina. Tenía color pardusco, con una manchita roja en la cara, más manchitas amarillas en las alas y la cola. Una vez fuera del agua, lo dejó ahí metido, en la red, sin atreverse a tocarlo con las manos.
No esperó para tirarlo a la basura. Se ajustó el sombrero de paja, se abotonó la raída camisa y salió del recinto con la red colgando de una ruda manaza que podría haber sido la de un Atlante embrutecido.
Unos niños jugaban a las canicas bajo la sombra de una tapia, no muy lejos de donde estaban los cubos de la basura.
-Mira lo que lleva ese viejo, ha matado un pájaro.
Enrique aceleró su paso. Echó la red nerviosamente al cubo, que olía a comida agria. Dándose la vuelta se volvió por su camino. Los niños comentaban vivarachos a su espalda.
-Es un jilguero, qué bonito.
-¿Tú crees que lo ha matado?
Subió la cuesta lentamente, cansado por el breve esfuerzo. No se molestó en cerrar con llave la cancela. Al entrar en casa, se desabrochó la camisa, dejó el sombrero sobre una mesa y se tumbó plácidamente sobre la cama. Durmió toda la tarde sin oír un solo ruido que lo molestase, y soñó con mujeres gordas, de grandes pechos, que le hablaban de una vida misteriosa, más allá de las inexorables fronteras de la muerte.
Sólo se escuchaba el ruido de los insectos campestres entre la seca maleza. El pueblo era un difunto silencioso, envuelto en su blanco sudario de cal. La carretera, lejana, cruzaba el amarillo del campo sin atreverse a molestarlo con el ruido de los coches.
Enrique tardó algún rato en recoger el pájaro con la red. Flotaba boca arriba, como un niño jugando a hacerse el muerto en la piscina. Tenía color pardusco, con una manchita roja en la cara, más manchitas amarillas en las alas y la cola. Una vez fuera del agua, lo dejó ahí metido, en la red, sin atreverse a tocarlo con las manos.
No esperó para tirarlo a la basura. Se ajustó el sombrero de paja, se abotonó la raída camisa y salió del recinto con la red colgando de una ruda manaza que podría haber sido la de un Atlante embrutecido.
Unos niños jugaban a las canicas bajo la sombra de una tapia, no muy lejos de donde estaban los cubos de la basura.
-Mira lo que lleva ese viejo, ha matado un pájaro.
Enrique aceleró su paso. Echó la red nerviosamente al cubo, que olía a comida agria. Dándose la vuelta se volvió por su camino. Los niños comentaban vivarachos a su espalda.
-Es un jilguero, qué bonito.
-¿Tú crees que lo ha matado?
Subió la cuesta lentamente, cansado por el breve esfuerzo. No se molestó en cerrar con llave la cancela. Al entrar en casa, se desabrochó la camisa, dejó el sombrero sobre una mesa y se tumbó plácidamente sobre la cama. Durmió toda la tarde sin oír un solo ruido que lo molestase, y soñó con mujeres gordas, de grandes pechos, que le hablaban de una vida misteriosa, más allá de las inexorables fronteras de la muerte.
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